Monday, January 11, 2016



ONCE VECES DE ENERO
(Capítulo 1)



No era un corte profundo pero la sangre seguía brotando de la mano que amasaba el llamador de la puerta. No necesitó esperar más que unos segundos infinitos. Primero se escucharon los pasos, después vio girar el picaporte. Al fin soltó las curvas de la aldaba de madera. Entonces vio aparecer a su tío y le dijo:

- No las vendas

El tío no lo escuchó. O sí. Pero no comprendió. No podía quitar los ojos de esas gotas de sangre que se reventaban contra la baldosa del pórtico. En la otra mano su sobrino sostenía la argallera que había sido del abuelo.

***

El último día del año había empezado con dolor: Hugo volvió a insistir con un asunto en el que llevaba tiempo: ser como Gene Kelly. Esa noche iba a matar dos pájaros de un tiro: daría otro paso en ser un artista integral y además divertiría a sus amigos con una performance para atravesar al año nuevo. Hay algo que se llama sincronización. Es lo que se necesita para que en el medio de un zapateo americano con las manos en el bolsillo, la pierna izquierda se eleve encogida al costado del cuerpo en un salto, mientras la otra va en su búsqueda para golpear los talones en el aire. Todo al mismo tiempo en el que el bailarín mira sonriente al público.

Esa mañana Hugo había fallado en la coordinación. Sus manos llegaron a amortiguar el porrazo. Pero su fracaso, el primero de una serie que se extendería a los inicios de enero, había sucedido por la tarde... Después de tres horas de intentar tallar la madera, sostenía una figura sin gracia, sin ton, sin son. Y el culo, su culo regordete, dolorido.

Vaya forma de terminar el año.





Guillermo Cabado

(mañana 2 de enero, el capítulo 2)
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(todas las fotos fueron tomadas entre Montevideo, principalmente, y Colonia)




ONCE VECES DE ENERO
(Capítulo 2)



A las cinco de la tarde del 31 de diciembre entre el olor a resina y un desorden de aserrín, Hugo consideró el fracaso. No era el dolor en el culo a causa de un nuevo intento fallido en zapateo americano. Era una talla malograda en un arte que jamás antes había intentado. Así es el fracaso: no da razones convincentes.

Salió a caminar para perderse del fastidio.

El día anterior y casi sin darse se había iniciado en un juego recién descubierto en un libro de contabilidad abandonado entre tanto fierro y madera en el galpón de su abuelo Adolfo. Se trataba de una pequeña e insólita celebración que éste hacía año tras año cuando llegaba el cumpleaños de Alicia, su esposa. Por las respuestas de ella en cada folio (el anuncio de Adolfo era invariable: la fecha y el sitio en el que Ali debería buscar) pudo reconstruir la trama de cada cumpleaños: su abuelo le obsequiaba una pieza de madera, tallada por él mismo, que ella debía ir a buscar en algún rincón de la ciudad.

Hugo sabía muy poco de sus abuelos. Alejado de su familia paterna no le había resultado fácil acercarse a Dante, el hermano de su padre, para preguntarle si había alguna posibilidad de utilizar el galpón de esa casa vieja para ensayar.

El hallazgo del libro, invicto de cualquier asiento contable, le reveló una primera sorpresa: aquel abuelo distante, contador público y tan dado a los números, tenía habilidades de carpintero. En la primer página una frase atravesaba con tinta china el ancho del papel sin respetar las columnas del debe y del haber: "A ella, la del hilván, cada vuelo de aserrín". En ese primer folio la misma letra había escrito:

"1/11/71 - Está en el umbral de la calle Squeo nro 33"

Apenas unos renglones en blanco y otra letra respondía:

"¡La encontré!. Es preciosa. Muchas gracias".

En la página siguiente la misma caligrafía volvía a fechar: "1/11/72 - Está en la esquina de Rubén Paz y Gottardi". Y la misma otra letra: "Es todavía más hermosa, Adolfo. Gracias. Ali"

Las siguientes páginas repetían el circuito: la constancia calendaria del abuelo y las variaciones de los ánimos y colores en las respuestas de su abuela. Y casi nada más.

Pero desde hacía más de una semana ese "casi" tenía a Hugo intrigadísimo: cada tanto en el libro una tercera caligrafía, sin nombre, irrumpía a fuerza de comentarios deslizados a pie de página.

***
Después de varias cuadras, Hugo se detuvo ante una puerta labrada en madera. Algún carpintero había logrado arrancar voluptuosidad a ese material ingobernable. Descorazonado, de repente tuvo el impulso de encastrar la talla fallida que llevaba en su mano en una de las curvas perfectas de la puerta. Para su sorpresa el objeto calzó bien en el recoveco. Sacó su celular y tomó una foto.

Al día siguiente cuando abrió el archivo con la imagen no pudo creer lo que vio.





Guillermo Cabado

(mañana 3 de enero, el capítulo 3)
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ONCE VECES DE ENERO
(Capítulo 3)




Hugo no recordaba haberle sacado una foto a la puerta antes de haber encastrado en ella la magra pieza de madera que había tallado. Amplió la imagen en su computadora pero no halló vestigio alguno del objeto que él mismo había puesto antes de fotografiarlo.

No solía andar diciéndolo por ahí pero desde hacía un tiempo él se inventaba un futuro de artista integral capaz de intevenir el espacio público con diversas disciplinas. Pim pam pum y magia, y así. El descubrimiento de aquel libro contable le abrió el campo a otro hilo de la misma trama: transformar la madera.

En los días previos a ése su primer intento se había ocupado de manipular la azuela y las gubias, reclamándose sensibilidad y no técnica. El resultado había sido desalentador. Pero ahora caía en la cuenta de que en el pasado que habitaba a su familia alguien insospechado ya se había ocupado de intervenir la calle: tallas escondiditas en zaguanes, en escaleras, entre ramas de un árbol.



Después del uno, el dos. Después del dos, el tres. Y el cuatro. Justamente el cuarto folio del libro de contabilidad en el que jamás se escribiera asiento contable alguno, descubrió la primer llamada a pie de página. La convocaba un asterisco, insertado junto a lo que había sido la respuesta de Alicia a la búsqueda de la talla del juego correspondiente al 1 del 11 del 74 ("'¡Luche y baja!', me dijo un tipo que pasaba en el mismísimo momento en el que me estaba trepando a tu árbol. ¡No quiero imaginar lo que vio, Adol!... Ésta sí que fue digna de nosotros"). La llamada a pie de página acotaba: "¿qué habría sido de tal follaje con mejores vientos soplando?"

A ésa y otras opacidades se le sumaba ahora una quenitecuentomirá: en la segunda foto que sacó frente a la puerta no sólo había desaparecido la talla que él había calzado en la moldura, no...



Guillermo Cabado

(mañana 4 de enero, el capítulo 4)
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ONCE VECES DE ENERO
(Capítulo 4)


La noche del 31 sus amigos no supieron que de no ser por el dolor en el culo Hugo los hubiera divertido con una performance a lo Buster Keaton. Pero el mismo 2 de enero él ya estaba otra vez repartiendo sus vacaciones entre la gestualidad de sus músculos y la que pudiera arrancarle a la madera. Esos dos modos de lo sensible definían a su tío Dante por el opuesto: un forro, bien, pero un forro al fin.

El hermano de su padre siguió los pasos del abuelo Adolfo: contador público. Y en el camino se quedó con la casa familiar. O casi. Una oscura cuenta mal hecha en el mito familiar estaba prendida con alfileres en algún rincón de la anatomía de Hugo. Una serie de indicios le hacían entrever que Dante también lo había seguido en la relación con la carpintería. Por lo pronto toda esa madera en el galpón, que gracias a él supo que se trataba de nogal y de cedro, parecía una partida llegada en un tiempo posterior a la muerte de su abuelo.

Además, aún no sabiendo nada del asunto, le resultaba llamativo que las herramientas no mostraran ni el más mínimo rastro de óxido. Pero su tío era de pocas palabras. Las abría en manojo con el desdén por su padre para volverlas a cerrar como un puño de silencio: "mi viejo fue un infeliz, nunca fue a fondo con nada ni la dejó a tu abuela realizarse. La vieja se quedó en la costura. Se llenaba de expresiones de deseo que jamás concretaba. Así como llenó de herramientas al pedo este lugar"

- ¿Quién se llenaba? - preguntó Hugo

- ¿Se llenaba de qué? 

El tono poco amigable del tio lo hizo encogerse de hombros.

- No te hagas el comediante, pendejo. Puse un aviso en la WEB para volar todo esto - y señaló hacia la argallera y demás instrumental

Esa tarde Hugo privilegió el fragor del cedro, apuró su técnica inexistente con la gubia y el cepillo. Empezó a sentir que esas herramientas empezaban a hacerse de arena en el reloj inexorable que acababa de volcar su tío.
Hacia la caída del sol una vez más había fracasado con la talla. Cuando abandonó el intento, lejos de concluir continuó: tomó el trozo de madera, oloroso y tibio por el fragor que le habían encajado sus manos torpes y salió otra vez a la calle.

Anduvo y anduvo hasta que el rabillo del ojo detectó otra puerta de madera. Miró de frente sus molduras, sus recovecos suntuosos. Buscó calzar su talla. No encontró el calce perfecto de la vez anterior, pero logró apoyarla sin que se cayera. Tomó el celular. Sacó la foto. Volvió al galpón con impaciencia. Al bajar la imagen a su portátil otra vez la maravilla: no estaba la talla pero sí ese dibujo.

Otra vez.


Guillermo Cabado

(mañana 5 de enero, el capítulo 5)
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ONCE VECES DE ENERO
(Capítulo 5)



En el quinto folio del viejo libro contable encontró la segunda llamada a pie de página. Nacía de la casi inalterable consigna de cada año indicando el punto de la ciudad al que Alicia habría de dirigirse, en este caso el 1/1/75.

El asterisco y el comentario insertado se sostenían en otra caligrafía, una tercera voz en ese curioso libro contable decía: "anoche erré en la lectura de esta línea de Puig: 'a esconderte los labios con un beso de amor'. ¡Yo había leído 'a encenderte los labios con un beso de amor'!. Eso me hizo pensar en estas hojas, en su imposibilidad de fuego. No hay una sola imagen aquí que no esté malograda por su humedad".

En el poco tiempo transcurrido desde el descubrimiento del libro Hugo había andado y desandado esa sucesión de llamadas que se había vuelto central de su interés: ¿quién hablaba allí?. Sin advertirlo eso mismo que jamás antes lo había interesado era ahora su vocación de verano: la vida de esos otros que llamara "mis abuelos".

Pero tuvo que interrumpir la tarea. El emperador Gengis Kan se había travestido en el esmirriado cuerpo de su tío Dante, golpeó la puerta y casi sin esperar respuesta se metió en el galpón con un extraño. Era el primer interesado en comprar las herramientas. Un rato después Hugo y su tío conversaban allí mismo y a solas. El brevísimo visitante había intentado regatear y Dante lo había despedido sin más, con ese aire mongol de gallego de barrio.

- No tengo problemas en que las uses, pero asegurate para la próxima que las herramientas estén bien limpias cuando vengan a verlas

- Sí, tenés razón... Che, ¿vos habías visto este libro? - Hugo lo abordó extendiéndoselo, todo en un sólo movimiento

El tío lo tomó sin interés, lo hojeó, le preguntó dónde lo había encontrado y se lo devolvió con ese gesto de hartazgo que su sobrino ya le conocía bien:

- Tenelo si querés. No creo que entre en el paquete de venta - y sonrió con un desdén que Hugo estuvo pisoteando después durante un largo rato mientras intentaba, ya a solas, recrear la coreografía del deshollinador. Del único deshollinador de la historia del mundo.



Guillermo Cabado

(mañana 6 de enero, el capítulo 6)
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ONCE VECES DE ENERO
(Capítulo 6)


Recién en el octavo folio había una nueva llamada a pie de página: "consumidos los años en fuegos acuosos. No hubo incendio que te durara más que unos días entusiasmados. Pocos". 

Hugo nunca había imaginado el erotismo del olor a resina que exuda el nogal. De pronto una leve corriente eléctrica le mordisqueó el espinazo. ¿Qué sentiría una mujer si la acariciase con esas manos nuevas, esas palmas ásperas, rugosas de a saltos, que estaba esculpiendo en estas semanas de carpintero?.

Mientras intentaba torcer la suerte con su nueva talla, le dio vueltas a una hipótesis que había empezado a tomar cuerpo: quizás esa tercera voz fuese la de una amante que para el momento de escribir sus notas ya estuviese apagada por los días. Una mirada amarga y ya distante de las horas del fragor. No había marcas de adjetivos ni de pronombres ni de posesivos que revelasen que se tratara de una mujer, sin embargo esa letra aplicada y redonda la hacían suponer. Pero, ¿y si esa amante no fuese de su abuelo sino de su abuela?.


En ese instante la punta del cincel le mordió la palma de la mano. Tuvo que salir a prisa del galpón hacia la casa principal en busca de alcohol. Volvió tan pronto como pudo. No se podía dar el lujo de ceder más terreno en su impericia con la más mínima infección. Trabajó un poco más en la talla. Pero esta vez se rindió fácil. Nunca había vislumbrado que Alicia pudiera tener una amante mujer. Sin embargo no era una idea afiebrada, lo poco que había escuchado de su abuela la pintaba vagamente como una mujer "muy setentas". Pero si así fuese, y sino también, si la amante fuera de su abuelo, ¿cómo había llegado ella hasta ese libro?. ¿Lo habría alcanzado allí, en el entorno mismo de la casa?, ¿o el libro llegó después al galpón?.

Lo que sí parecía es que ni Adolfo ni Alicia tuvieron chance de leerla. Tendrían que haber reaccionado: alguna observación, tachadura. No había el más mínimo signo de oposición. Una tercera voz llegada a esos folios en un tiempo posterior, pero a su vez contemporánea y partícipe de los hechos contabilizados allí, año a año.

"Qué cosa extraña el olor del nogal después de la legra", pensó Hugo en el mismo instante en que se dio cuenta de que esa mañana se había olvidado de ponerse medias. Ahora entendía por qué le estaban doliendo tanto los dedos gordos de sus pies.



Guillermo Cabado

(mañana 7 de enero, el capítulo 7)
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ONCE VECES DE ENERO
(Capítulo 7)



A la mañana siguiente Hugo tardó en identificar por qué tenía el pecho tan apretado. Recién lo supo al consumarse el fracaso de la segunda visita de un comprador de herramientas. En el preciso instante en el que ese hombre se retiró, un tropel de caballos de oxígeno le derribó al galope los portones del plexo.

"Calidad despareja", masticó su tío, repitiendo el mismo comentario del visitante que también había irritado a Hugo. Un momento después conversaban sobre el hobby, así lo llamaba Dante, que aparentemente le robaba a Adolfo horas y horas del fin de semana y de su mujer:

- ¿Te parece que da para venderlas?

El tío lo miró sin responder, pero hubo un gesto ínfimo en el que su sobrino quiso entrever una duda

- Si algo tenía tu abuelo era mano suelta para invertir en su hobby. Valen.

- ...¿Vos estás al tanto de lo que hay en ese libro? - el tío lo miró con atención, esperando que se lo revelase - ... ¿Nunca se te dio por abrirlo y leer?

- Es un libro inutilizado con anotaciones del viejo y sus ataques de culpa. Igual hoy nadie usaría eso para llevar contabilidades

- ¿Qué culpa?

- Huguito, no rompas los huevos. Si te gusta ese libro quedátelo. No tengo ganas de hablar de mi papá. Preguntale al tuyo en tal caso




- Está bien, disculpá.... Igual, dejame hacerte una última pregunta y te juro que no te jodo más... En ese libro hay una historia de tallas que el abuelo le regalaba a tu mamá todos los años, ¿tenés idea de si la abuela pudo haberlas guardado en alguna parte?

- Nene... - entrecerró los ojos, socarrón - de las boludeces del señor Adolfo, estas herramientas son el último resto

- ¿Te parece una boludés eso?

- Tu abuelo no fue ni chicha ni limonada. Agua tibia que cada tanto tomaba temperatura por un rato. Pero con eso no cebás más que tres mates. ¿Querés estas herramientas?. Juntate unos mangos y ganalas. ¿O vos también?

- ¿Yo también qué?

Dante pegó media vuelta y antes de desaparecer se detuvo un instante justo bajo el dintel de la puerta del galpón para recordarle que dejase todo ordenado.

Hugo tomó un trozo de nogal. Hizo el intento más furioso. No sólo no le importó volver a fallar, pareció tallar el fracaso mismo. Después su reino: salir a la calle, sin rumbo, no detenerse fácil, dar con una puerta despierta. Buscarle su detalle, calzar ahí la talla una vez más errada; sacar la foto.

Y entonces lo ya sabido de lo incomprensible que a veces sucede...



Guillermo Cabado

(mañana 8 de enero, el capítulo 8)

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ONCE VECES DE ENERO
(Capítulo 8)



Esa mañana se sobresaltó. En pleno intento de recrear el zapateo de Dick van Dyke pisó mal sobre el enorme baúl sepultado bajo trastos viejos y estuvo a punto de doblarse el tobillo. Con una arpillera disimuló el hundimiento provocado a la madera y dejó su pie en descanso. En verdad fue una prevención banal, su tío no parecía interesado más que en el orden y limpieza de las herramientas para cuando llegaba algún potencial comprador. Pero si bien ese mundo había sido no sólo de su propio abuelo sino también de su padre, todo sucedía como si Dante fuese el propietario de ese mundo; y él un intruso al que le habían concedido una estadía pronta a vencer.

Volvió a leer las llamadas a pie de página del libro contable. La serie curiosamente se interrumpía dos años antes del último ritual de Adolfo y Alicia. Hugo hubiera deseado preguntarle a su propio padre sobre la historia de esos dos. Pero él recién volvería en febrero de su viaje. Por otra parte su papá no se caracterizaba por ser alguien enterado de la vida de los otros. Tampoco sería fácil bordearlo sin preguntarle sobre la posible presencia de una mujer entre sus propios padres.

Las últimas palabras de esa tercera voz del libro tenían algo, una cierta referencia al gesto de pelar manzanas, que lo conmovía sin entender bien por qué. Se secó la humedad de sus párpados pero sólo se provocó un pequeño lodazal al borde de las pestañas. El aserrín dulce que perlaba sus manos y flotaba en el aire le irritó los ojos. Por un momento sintió como siente un carpintero ciego que no gobierna el fruto de sus manos, pero que por el tacto se entera del pequeño gesto logrado en la madera.

Quién no se ha preguntado alguna vez, enredado en serpentinas de viruta, "¿así era la felicidad de mis ancestros?".



Guillermo Cabado

(mañana 9 de enero, el capítulo 9)
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ONCE VECES DE ENERO
(Capítulo 9)



Esa mañana Hugo tuvo noticias de ella: en dos días cantaría en un bar.

La rosa de los vientos está en el destino de los hombres. El corazón se le aceleró y de repente su persistente búsqueda de días cambió de sed: ¿podría realizar una talla para regalársela al terminar su show?. Pensó en esa última llamada a pie de página que se desprendía del 1/11/86: "Tu mandala, el de pelar manzanas cada vez: 'se espera lo que ya llegó, pero se lo busca más fácil donde no está'".

Lo interrumpió la puerta abierta por huracanes de gallos. Otra vez Gengis Kan le hacía saber su condición de refugiado sin patria, ahí mismo en lo que fueran los dominios de su abuelo. Hugo mantuvo el pulso firme de deshollinador y carpintero: "no sabía que venía un comprador, no tengo las herramientas en condiciones".

Antes de que el tío empeñara sus esfuerzos de toro, el visitante dijo que no había por qué preocuparse. Las miró. Las palpó. Las sostuvo sobre las palmas de sus manos, probándole el peso y la empuñadura mientras le hacía comentarios a Dante. El aire se rompía de olor a resina. La pronta decisión del hombre borró la mueca aburrida del tío: "las compro".

Otro golpe rotatorio de los vientos. El deshollinador cayó del tejado por esa embestida de nueve letras del aliado de Kan. Escuchó como entre sueños una conversación en la que el hombre anunciaba que volvería en unos días a retirarlas. Los oyó irse a la casa principal a concretar la seña. Y no tuvo fuerzas para retomar la talla.


Pero entonces consideró por primera vez que acaso las tallas que en cada cumpleaños Alicia descubría escondidas en algún punto de la ciudad, estuviesen en la casa. Esperó que se marchase el comprador y golpeó la aldaba de madera que desde hace años persistía en reemplazar al timbre. Cuando su tío abrió no le permitió pensar:

- Necesito saber si vos tenés las tallas de la abuela Alicia

- ¿De qué carajo hablás, Hugo?

***

Dos horas después se había resignado. Naufragaba entre sus maderas. Esos trozos de cedro y nogal que habían sido de su abuelo, ahora eran todo lo que le quedaba.


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Guillermo Cabado

(mañana 10 de enero, el capítulo 10)

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(el GIF pertenece a obra de Pina Bausch)



ONCE VECES DE ENERO
(Capítulo 10)





- ¿De verdad no sabés nada de esas tallas que se inventaron tus viejos durante años?

- ¿Inventaron?. Basta con esta franela, pendejo. Basta. ¿Qué querés inventar vos de la historia de tus abuelos?. ¿Qué es toda esta épica por unas tallas de cuarta?. ¡En esa historia no había una sola foto que se prendiera fuego!. ¡Una, eh!.

Lo tenía. Gengis flaqueaba, usaba palabras que no salían de la boca del Contador Público del Imperio Mongol. Ahí mismo Hugo perdió la virginidad, por primera vez tuvo la experiencia de decir verdad sin ser capaz de entender sus resortes:

- ¡¿Una?!... ¡Sí, hay una historia!

- ¡Un rejunte de años vegetando! - respondió el Imperio

- ¡¿Y vos qué sabés?!

- ¡¿Y lo vas a saber vos?!...

No lo iba a saber ninguno de los dos. Después de las iras, Hugo obtuvo permiso de Dante para buscar en algunos lugares de la casa; tal vez estuviesen las tallas, algunas. Luego de un rato de hinchar el aire de los desvanes y armarios, volvió resignado al galpón. Intentó otra talla con la urgencia en el vientre. Pero no le fue mejor. De todos modos, a esa altura de enero ningún golpe de cincel aboliría la salida posterior a la calle, el cazar maderas labradas con el rabillo del ojo, el fotografiar, y el después. El después de la alquimia inentendible...


Pero esta vez Hugo no abandonó su talla en puertas ajenas: mientras los grillos chirriaban ahí afuera borrachos de resina del galpón, la rodeó lentamente como quien le pasa los ojos por la cintura. Imaginó hendirla por el contorno. Tomó la argallera. Empezó el surco,. Un diente entonces le mordió la palma de la mano. Se envolvió en un trapo. Salió furioso del galpón

***

No era un corte profundo pero la sangre seguía brotando de la mano que amasaba el llamador de la puerta. No necesitó esperar más que unos segundos infinitos. Primero se escucharon los pasos, después vio girar el picaporte. Al fin soltó las curvas de la aldaba de madera. Entonces vio aparecer a su tío y le dijo:

- No las vendas



Guillermo Cabado

(mañana 11 de enero, el último capítulo)
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ONCE VECES DE ENERO
(Capítulo 11; y final)





Hugo se levantó temprano, tomó la talla del día anterior, corrió todos los objetos arrumbados sobre el baúl y en ese mismo barrido sintió vez por vez el dolor de su herida. Apoyó la poco agraciada pieza de nogal y comenzó a inventarse una coreografía alrededor de la talla. Esa noche cantaba ella en el bar e iba a querer regalarle eso que le había nacido de los dedos, del ensayo y del error. Y, por qué no, bordear la madera con luciérnagas de Buster Keaton.

La música flotaba en el aire. Y en la carne del aire empezaron a clavarse como guijarritos las palabras de su tío del día anterior: aquello de la foto que jamás se incendiara. Pasó aún un rato antes de que él se diera cuenta de que esa imagen le resultaba familiar.

Abrió una vez más el libro, recorrió las llamadas a pie de página y la teoría de la amante se volvió insostenible. "¡Qué pedazo de tulipán el tío!...  el tipo resultó tener letra de mina!". Cada letra de aquella tercera voz empezó a resignificarse para Hugo mientras se reía de su frase.

Recordó entonces una de las pocas imágenes que perduraban de su abuelo: el modo como de rulo de viruta con el que caía la cáscara de las manzanas sobre el plato cuando las pelaba al final del almuerzo. Esa lentitud de la cáscara que lo obligaba a la espera cuando él sólo quería levantarse de la mesa y salir a jugar.

Encontró entonces lo que hubiera querido decirle a Dante el día anterior: una historia, una historia que no fuese una colección de buenas fotos sino tan sólo un surco zapado en el aire para que el tiempo pueda deslizarse.



Retomó su baile hasta que de repente se sintió un imbécil: por primera vez desnudo, el baúl le enseñó su cerradura. Surgió entonces la idea más evidente y hasta ahora ausente: tras el ojo para una llave, siempre se dibuja su delotrolado. Buscó con qué abrir. Cada movimiento le recordaba la dentellada que le había pegado la herramienta el día anterior. Esa noche tal vez podría llevarle a ella algo mejor que su fracaso de madera: una talla de Adolfo.

Quiso agitar el considerable baúl sólo para saber si acaso allí adentro... No había modo de saberlo. Tomó un cincel de entre las herramientas y buscó el martillo. Su mente regresó por un instante a lo anterior: un surco donde el tiempo corra, porque tal vez en las historias haya un hilo frágil pero cierto que en ellas se reconoce a pesar del peso cotidiano de la vida.

Al fin encontró el martillo. Apoyó entonces el cincel sobre la cerradura. Mientras levantaba el brazo pensó en cuál sería su propio hilo. En pocas horas en el cielo de la noche se recortaría la luna llena de ese once de enero tan pleno de su nombre. Del nombre de ella.

Guillermo Cabado

 


(todas las fotos fueron tomadas entre Montevideo, principalmente, y Colonia)
(Los GIFs pertenecen a obras vinculadas con Pina Bausch)